4.18.2013

Orgullo


Hacía rato que la luz  del día entraba fuerte por la ventana y que no se escuchaba ningún ruido en la casa, aparentemente todos habían ya salido a sus actividades diarias. Sin embargo Leonel seguía aferrado a las sábanas en su cama, dándole vueltas a ideas, resistiéndose a levantarse y empezar el día, un día más, otro día igual al anterior, vacío, sin sentido, y ahora con el eco de las discusiones de la noche anterior. Los padres de Leonel habían estado discutiendo cada vez más seguido y cada vez más por causa de Leonel. Por el trabajo inconstante y mediocre que tenía Leonel hasta hace unas semanas, por su mutismo, por su aparente indiferencia, por todo. La noche anterior su padre, Lombardo, gritaba a su madre cuando ella le dijo de los planes de Leonel de trabajar en otra ciudad, Lombardo rompió en reniegos y quejas, en preguntas sobre lo que Leonel pretendía o no hacer, gritando encolerizado a su mujer, las groserías y alusiones peyorativas hacia Leonel y sus acciones no podían faltar, como si Leonel no estuviera a unos pasos escuchando, como si no pudiera preguntarle a él directamente. Devan estaba en la habitación y rápidamente sacó plática a su hermano mayor para amortiguar la discusión y hacer caso omiso de lo que escuchaban, Devan siempre al pendiente de su hermano. Así Leonel pasó la noche sólo pensando en situaciones imposibles y alternativas autodestructivas para poner alto a esos arrebatos cada vez más frecuentes. Haciendo acopio de sus pocas energías anímicas decidió levantarse y preparar algo de desayunar. Al salir de la habitación, se dio cuenta que su padre no había trabajado ese día y que también se encontraba en la casa, ignoró su presencia y preparó café y desayuno sólo para él mismo. Lombardo se levantó también he hizo otro tanto y se sentó a la mesa del comedor con su hijo Leonel, ninguno hizo el menor esfuerzo por cruzar una palabra, ni siquiera una mirada de reconocimiento.

Los perros que tenían se asomaron al comedor atraídos por el ruido y sobre todo por el olor a comida. Lombardo ofreció un poco de su comida al menor de los dos (aunque más grande ya que el otro a pesar de ser un cachorro aún) y cuando el mayor se acercó también, un perro negro y un poco bajo para su raza, Lombardo le gritó para que saliera, profiriendo amenazas y haciendo ademanes que el perro sencillamente no entendía. Esto también se había convertido en una costumbre, el favoritismo hacia una mascota y el desprecio por la otra. Lombardo últimamente gritaba por todo, gritaba a la gente, gritaba al perro, gritaba y renegaba de toda situación y esa mañana en particular, Leonel sentía que le hervía la sangre, desde que comenzó a hacer esa diferencia entre los perros de la casa, Leonel lo sintió como una proyección por el trato que daba a sus mismos hijos y lo sacaba de quicio que maltratara siempre a un perro. Trató de contener su coraje dentro de sí, trató de iniciar una conversación racional con su padre y que dejara en paz al pobre animal, pero lo único que pudo hacer fue apretar los dientes y ahogarse en su propia rabia, aunque no por mucho, ya que esa mañana finalmente cedió a sus impulsos. Con un brazo arrojó los platos, vasos y cubiertos de la mesa mientras gritaba su frustración y allá fueron volando vajilla y vasos con todo y comida. Lombardo quedó atónito por la reacción de Leonel. Leonel aprovechó ese instante y antes de que su padre se recuperara y arremetiera contra él, tomó del cuero de la espalda al perro menospreciado que ya estaba dando cuenta de la comida en el suelo y lo arrastró de mala gana hacia el patio, tomando un afilado y largo cuchillo mientras pasaba por la cocina. Lombardo seguía boquiabierto sentado en la mesa viendo a su hijo arrastrar colérico al perro y cuando se perdieron de su vista reaccionó finalmente. Se levantó muy enojado de la mesa y fue tras ellos, bufando de rabia y decidido a dar una paliza a Leonel pero al salir al patio volvió a caer presa de la incertidumbre. Leonel se quitó la camisa y la echó sobre la cabeza el perro para aferrarlo y que este no lo mordiera ni se soltara, lo tiró sobre su espalda y jaló la camisa con la mano izquierda manteniendo en el suelo al pobre animal que chillaba de miedo. Con su temblorosa mano derecha sostenía el cuchillo que había tomado de la cocina y lo acercó al cuello de la pobre criatura que tenía sometida. El otro perro se alejó con la cola entre las patas.

-¿Acaso ya olvidaste cómo hablar sin renegar, cómo hablar sin tener que gritar? –gritaba Leonel histérico entre mocos y sollozos, con la cara roja de cólera- Déjame ahorrarte un poco de coraje, déjame facilitarte las cosas, ya no tendrás que estar gritando al perro porque se asome a la casa.

Se volvió hacia el perro que tenía retorciéndose en el suelo y clavó el largo cuchillo en su cuello hasta la mitad. El perro profirió un aullido lastimero y grotesco interrumpido por el flujo de sangre que manó de la herida mientras Leonel giraba el cuchillo a un lado y a otro al tiempo que gritaba su rabia y su locura. Lombardo estaba atónito, observando la escena boquiabierto sin saber cómo reaccionar. Por primera vez quizás en años estaba callado.

Cuando el perro dejó de resistirse, Leonel, llorando y temblando levantó la piel del animal desde la herida que le había hecho y comenzó a despellejarlo de manera torpe  alargando la herida en dirección al torso del perro. Leonel sentía náuseas y gritaba cada vez que encontraba resistencia ante el filo del cuchillo, con otro grito jaló la piel sobre el músculo opacando los sonidos de borboteo y desgarro mientras destazaba el cadáver del animal. Volvió a inclinarse con cuchillo en mano y abrió otra herida profunda entre las costilla del perro, metió la mano por la herida y al cabo de un par de jaloneos y costillas rotas sacó lo que parecía el corazón, una bolita amorfa y chorreante. Gritó, lo aplastó un poco en su mano arrojando por un segundo pequeños chorros de sangre en todas direcciones para después arrojarlo al parabrisas de la camioneta de Lombardo.

-Estás pendejo? –Comenzó a gritar Lombardo temblando de rabia- Vas a…

-¿A qué?! -Le interrumpió Leonel amenazándolo con el cuchillo en mano.- ¿A qué? ¿Aún no estás satisfecho? Te puedo librar también de otras cosas que te molesten. -Cuando dijo esto apretó la punta del cuchillo sobre su propio cuello.- Un pequeño empujón y también te ahorro la molestia de tener que tolerar mi presencia aquí. A ver si así dejas de quejarte tanto.

-No!

Leonel y Lombardo se asustaron, no se habían dado cuenta en qué momento llegó  Devan ni cuánto tiempo llevaba parado en la entrada de la casa. -¿Qué están haciendo? –preguntó Devan con la voz quebrada por miedo y luego corrió dentro de la casa visiblemente asustado por la escena.

-Hijo… -comenzó a decir Lombardo. Pero Leonel lo volvió a interrumpir.

-Tu único hijo es el que acaba de entrar en la casa! Yo soy sólo un estorbo que toleras porque te importa más “el qué dirán” si me echas ahora. Así que, Lombardo, padre –escupió la palabra con sorna y sarcasmo- ¿Qué dices? ¿Te hacemos la vida más sencilla?

Extrañamente Lombardo se calmó, con los ojos cerrados suspiró como pensando lo que respondería, volvió a ver a Leonel y con una sonrisa resignada le dijo. –Haz lo que quieras. –Dio media vuelta y entró de nuevo en la casa dejando a Leonel solo con el desastre de su pequeña carnicería. Lleno de sangre y medio desnudo con el cuchillo apretado contra su cuello, una vacía amenaza en el aire.

Leonel se quedó estupefacto en el mismo lugar, sorprendido de la reacción de Lombardo. ¿Qué iba a hacer ahora?, ¿Qué esperaba que sucediera o que esperaba lograr con todo esto? Miró el cadáver del perro a quien él también había querido. Sus piernas cedieron y quedó de rodillas en el patio, tembloroso, el coraje lo invadió poco a poco nuevamente. ¿Cómo era posible que su padre se mostrara indiferente ante esta situación? Leonel no podía quedar como un tonto que hace berrinches histriónicos por llamar la atención. Pero, ¿qué hacía ahora con las amenazas ya proferidas? Su respiración se tornó rápida y agitada, su cara roja. No podía echarse atrás llegado a este punto. Profirió un largo grito tratando de darse valor para cumplir con lo que había dicho, pero no pudo. Dejó entonces caer los brazos a los lados y comenzó a llorar de nuevo. Lloraba por la culpa de haber matado una de las mascotas de la familia, lloraba por haberse mostrado así ante su hermano Devan, y lloraba por sentirse abandonado, por la indiferencia de Lombardo. Pero nada de esto tenía tanto peso como el dolor que le provocaba sentir que había quedado como tonto y lloraba también pues, por vergüenza. Nadie jamás lo tomaría enserio nuevamente y tendría que soportar siempre los reproches y las burlas por portarse como una tonta mujer que hace amenazas de arrojarse de un 5to piso sólo por llamar la atención. Eso fue lo que lo impulsó. Más que la rabia, el sentimiento de desprecio y abandono y la culpa. Fue eso lo que le dio fuerza a su mano y guió la trayectoria del cuchillo, fue la insoportable idea de quedar como un tonto hablador. De manera lenta pero decidida se hizo un corte longitudinal en cada una de sus muñecas, sintió dolor, pero no tanto como esperaba pues se encontraba en un estado de resignación y horror que anestesiaban los sentidos. Apretó nuevamente el filo del cuchillo sobre su cuello y ahora, sin gritos ni dudas, lo deslizó rápida y forma certera, abriendo otra herida letal.

Cayó primero el cuchillo, luego cayó él, y por último cayó la oscuridad en su conciencia.

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